A diferencia de otras, desde la infancia, en
mi casa todos hablábamos en catalán. Mis padres en Igualada estudiaron en
catalán, y en Barcelona tuvieron que asumir la prohibición como lengua
vehicular. Hasta los 10 años tuve la suerte de ir a una pequeña escuela, El
Cardoner, desaparecida con la abertura de la Ronda General Mitre a la altura de
Lesseps, donde las maestras desobedecían la norma. Mi abuela nunca habló en
castellano aunque lo entendía. A los 11 años con las monjas empecé las
desventuras del idioma. Lo digo porque desde entonces, a pesar de dirigirme a los
míos en la lengua materna, el único idioma aprendido fue el castellano. Mi
hermana, 4 años menor, cambió de escuela conmigo y las monjas a menudo no la
entendían. No hace falta decir cuál era el idioma obligado entre alumnos,
aunque la Cris, también vecina de escalera, y yo éramos la excepción. A menudo
interpeladas, sufríamos separaciones forzadas para evitar la tentación del
catalán y recibíamos golpes de lomo de libro en la cabeza cuando las monjas se daban
cuenta. Gracias a mi madre, yo escribía en catalán cuando estaba fuera de casa,
y las faltas de ortografía me las corregía cuando volvía. Habiendo hecho en
castellano toda mi carrera universitaria, al abrir el despacho, decidí
dirigirme por escrito, a mis clientes de habla catalana, siempre en catalán. Necesitaba ayuda de
quien sabía, para corregirme, lo que todavía hacen ahora cuando me publican
esta columna en el semanario comarcal en el que escribo quincenalmente. Por
favor, no más prohibiciones y libertad para aprender a leer, escribir y hablar.
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