Estimado Juan Manuel,
Me he decidido a escribirte esta carta al ver, el diez de octubre, tu
entrevista en una cadena de televisión estatal, a la entrada del Palacio de la
Generalidad Valenciana, justo antes de que recibieras la alta distinción de
aquel gobierno. Como ya es habitual estas últimas semanas, todos piden tu
opinión sobre las circunstancias que vive hoy Cataluña. No te han de sorprender
sus homenajes: han puesto el foco en uno de sus artistas más queridos —en esto,
todo el mundo está de acuerdo: los españoles de habla castellana y los
catalanes—, no en vano nos has regalado, en ambas lenguas, unas canciones que,
por su proximidad y ternura, han terminado por ser memoria colectiva de varias
generaciones. En aquella entrevista dijiste, tras manifestar dudas sobre la
independencia de Cataluña, una frase que me hizo reflexionar: «Uno no se
acuesta español y se levanta catalán». Es cierto, pensé: los sentimientos no
cambian de la noche a la mañana.
Pero perdona mi falta de delicadeza; primero debería hablar de mí, de
presentarme. Nací en el barrio de Gracia justo al comenzar los años cincuenta,
al final de un largo tiempo de posguerra, que tú conoces muy bien. Mi
escolarización, como la de muchos chicos de aquella época, fue en un colegio
municipal, donde sólo podíamos aprender en lengua castellana y que por la
mañana, en el patio, cantábamos «Montañas nevadas», en formación y con el brazo
derecho alzado, antes de entrar a clase. Con la distancia de los años, ahora,
puede parecer una barbaridad, pero entonces no éramos conscientes. Con nuestra
inocencia, y el silencio, vencido, de nuestros padres, se nos hizo cotidiano.
Así fui educado. Así fuimos educados! Después, en el instituto, ya adolescente,
pude disfrutar por primera vez de una emisora de radio en catalán, donde en
el programa Radioscope, Salvador
Escamilla presentaba jóvenes cantautores que interpretaban en nuestra lengua;
fue entonces cuando te conocí, que descubrí tus canciones, unas canciones que, sin
darme cuenta, hice mías. Me seguían allá donde iba, no me hacía falta saber de
música ni tocar ningún instrumento para que cantando Una guitarra (tu primer disco)
me imaginara sus acordes, también a mí me acompañaba en los momentos de
tristeza, de melancolía: «Ara sé d’un company que mai no enganya, que quan m’ompli de goig cantarà amb mi, amb mi; ja tinc un amic
fidel, pobra guitarra: canta quan canti jo i plora sempre amb mi». Como
el hermano pequeño que sigue los pasos del mayor, me aprendía las letras de las
tus canciones. Y las cantaba. Y anunciaban a mi madre que llegaba a casa, antes
de poner la llave en la cerradura. Fui creciendo y llegó el tiempo de la
universidad, también en lengua castellana, la misma que tú empezaste a usar.
Entonces la atmósfera nublada por los Ducados y las estrofas de tu «Mediterráneo» fueron
compañeros de mis largas noches de estudio. Y la mili, en Talarn, en el Pallars
Jussà, y el capitán recordándonos, a cada momento, que teníamos prohibido
hablar en catalán, ni siquiera entre nosotros. Y cantando en mis ratos libres,
con las canciones de los Beatles, para disimular: «Ara que tinc vint anys, ara que encara
tinc força, que no tinc l’ànima morta, i em sento bullir la sang. Ara que em
sento capaç de cantar si un altre canta, avui que encara tinc veu i encara puc
creure en déus… ». Era todo lo que disponía para manifestar mi
rebeldía. Las canciones de protesta, de Raimon o de Llach, me eran lejanas, no
me llegaban al corazón como lo hacían la tuyas. Al poco tiempo, murió el
dictador; nada es eterno, y las calles se llenaron de repente de voces
reclamando: «Libertad, amnistía y
estatuto de autonomía». Todo el mundo decía que era la oportunidad para
construir un estado democrático —le dijeron transición. Y conocimos que nuestro
pequeño país tenía instituciones que nos habían sido arrebatadas: «Ciudadanos de Cataluña, ya estoy aquí».
Volvieron los partidos políticos, muchos de nosotros sólo los conocíamos por
las historias de los padres y los abuelos. Y supimos lo que era votar. Y gente
de todas partes entraron en los ayuntamientos, en el Parlamento y en la
Generalitat —nuestro autogobierno—, dijeron. Y, con el nuevo estatuto de
autonomía empezaron unos años llenos de ilusión colectiva.
Nuestros hijos fueron a escuelas catalanas, y con ellos recuperamos nuestra
lengua escrita, y llegó la televisión, más emisoras de radio y la prensa en
catalán. Todo un gozo, reconstruir el sentimiento de país. Unos decían que
íbamos demasiado despacio, otros demasiado deprisa. Y entramos en Europa! Como
si todos aquellos años grises nos hubieran apartado del continente. Teníamos
que ser un país democrático, dijeron, para poder formar parte de ella. Por fin
llegábamos al paraíso. Y el Estado se desarrolló económica y socialmente.
Fueron años de trabajo y de progreso. Dejé de cantar, como si hacerlo no fuera
tomarse la vida en serio. Sin casi darnos cuenta, Barcelona disfrutó de la
fiesta mayor más grande jamás conocida —inimaginable, hasta entonces—,
los juegos olímpicos! Y con Maragall y Pujol, dos formas diferentes de entender
la sociedad y el país, se construyó la nueva Cataluña, y nuestra autonomía
llegó al punto más alto. Demasiado alto para la derecha española. Fue Maragall,
a su vez como presidente de la Generalitat, quien osó pedir un nuevo estatuto
de autonomía, para contentar las ansias de más autogobierno. No les importó que
la inmensa mayoría del Parlament Català lo aprobara, ni que el Parlamento Español,
después de recortarlo —con ironía andaluza incluida—, estuviera de acuerdo, ni
que el pueblo de Cataluña lo votara en referéndum. Daba igual: el Partido
Popular —como siempre—, lo rechazaba, recogiendo firmas por todo el Estado.
Para ellos todo era válido, con el objetivo de frenar las ilusiones de los
catalanes. Las mentiras no sólo sirvieron para llevar el recurso al
Constitucional, también para enfrentarnos con el resto del estado. Un tribunal
caducado, politizado y desprestigiado hizo el trabajo. Y empezó el desencanto.
Y nos enfrentarnos con la realidad: los socialistas que habían prometido apoyar
el nuevo estatuto se echaron atrás, nos abandonaron. Los llamados barones, que
lideraban las comunidades más influyentes de la España autonómica, se alinearon
con la derecha: Cataluña no es una nación, no es más que una región española,
sostenían, y no puede tener, por tanto, ningún tipo de privilegio sobre las
demás autonomías. Si ellos lo quieren, nosotros también. Así lo veían ellos.
Así parece que lo ve toda España.
No pasó demasiado tiempo hasta la llegada de una crisis económica
anunciada. No aprendemos nunca. Una burbuja del sistema capitalista, que sólo
confía en el crecimiento económico como única solución para promover el
progreso. Un endeudamiento como nunca se había conocido para conseguirlo. Y el
fin de la confianza: los países más ricos reclaman austeridad a los más pobres,
y que devuelvan todo lo que deben. España descubre una triste realidad: no era
tan rica como presumía. Y llegan los despidos. Y la desigualdad crece. También
entre las autonomías; las regiones más ricas les tocan pagar la fiesta. No
importa que no lleguen a fin de mes, que recorten! Y el peso de la crisis que
recae en los servicios, en los ciudadanos. El Estado, las élites y los bancos
quedan al margen: a ellos no sólo no se les recorta, se les debe ayudar.
Juan Manuel, no quisiera aburrirte, no es fácil en cuatro líneas explicar
todo lo que nos ha pasado para que hoy una buena parte de los catalanes no se
sientan españoles. No ha sido un sentimiento que haya cambiado de la noche a la
mañana. No puede ser un arrebato lo que haya puesto de acuerdo a tantos y
tantos catalanes, de habla catalana o castellana, que creen que no es de
justicia el trato que reciben del Estado español. Han tenido que viajar por la
península para ver que son los únicos que pagan por desplazarse en coche dentro
de su país, o que mientras miles de kilómetros de AVE conectan, casi vacíos,
las capitales de provincia con Madrid, nuestros trenes de cercanías, ya envejecidos,
nos dejan tirados cada dos por tres. O que el Gobierno del Estado sigue
ignorando la costa mediterránea y continúa empeñado en hacer pasar el corredor
Europeo por el centro, atravesando todas las cordilleras de la península, como
si no hubieran aprendido nada de Aníbal. El Estado transfiere cada vez menos
recursos a Cataluña, y los catalanes cada vez pagan más impuestos con relación
a las otras autonomías, y tienen los servicios más precarios. Curiosamente, no
hemos oído nunca que el Tribunal Constitucional, o el Gobierno del Estado —tan preocupados
por la igualdad de los españoles— hayan hecho nada para corregirlo. Juan
Manuel, muchos catalanes se sienten huérfanos.
Me estremece pensar que la derecha española, y buena parte de la izquierda,
crea que este sentimiento —según ellos, antiespañol— es debido a nuestro modelo
de escuela pública y quieran españolizarla. Por nada del mundo desearía para
mis nietos volver a «Una, grande y libre». Quizá tú no lo veas igual que yo y
creas que no hay para tanto. Pero muchos no podremos sentirnos españoles si se nos
niega poder ser catalanes. ¿A esto se llama sentimiento nacionalista? ¿No es el
mismo que tienen ellos? ¿Si nosotros lo comprendemos, por qué a ellos les
cuesta tanto?
Hace años que ha ido arraigando un sentimiento de queja, de reivindicación,
y mientras en buena parte de la Europa meridional, la gente salía a la calle
para reclamar el retorno de sus derechos sociales, aquí nosotros nos hemos
focalizado en el derecho a decidir. Después de tantos años negándonos hacer
realidad el deseo de incrementar nuestro autogobierno, hemos pedido, por activa
y por pasiva, hacer un referéndum para poderlo decidir. Se nos ha negado, con
el pretexto de que no somos quien para repensar nuestro futuro, que nuestro
destino está ligado al del resto de los españoles, nos guste o no, y que son
ellos los únicos que lo pueden decidir. Se ha utilizado la palabra democracia
para definir algo y al mismo tiempo lo contrario. Gastamos las palabras hasta
que pierden todo su significado, hasta que ya no nos sirven. Confundimos el
ejercicio de la democracia (votar) con el ejercicio de la autoridad, creemos
que si tenemos la mayoría nos podemos imponer, hemos cambiado el autoritarismo
de los regímenes dictatoriales por la imposición de las mayorías. No nos damos
cuenta de que sin el respeto a los derechos de las minorías no hay democracia,
no hay justicia social, no tendremos futuro. Decía que hemos intentado de todas
las maneras posibles hacer un referéndum acordado. Muchísimos catalanes han
salido cada once de septiembre, de las formas más imaginativas, civilizadas y
festivas posibles, en la calle, para reivindicar este derecho. Han sido unas
manifestaciones cívicas únicas en el mundo. El nueve de noviembre de 2014 se
organizó un proceso participativo, una consulta popular sin trascendencia
jurídica. La respuesta fue —al ver el
éxito de participación: más de dos millones de catalanes— que el Gobierno
Español reclamó la inhabilitación del presidente de la Generalidad y de tres de
sus consejeros, por desobediencia y malversación. A la justicia española le
faltó tiempo para declararla. El veintisiete de septiembre de 2015 se
adelantaron las elecciones al Parlamento con la candidatura de Junts pel Sí y
la CUP, que llevaban en el programa electoral la celebración de un referéndum
de autodeterminación. Ganaron por escaños pero se quedaron a las puertas de la
mayoría de votos. Aun así, se comprometieron a hacer el referéndum con el
consentimiento o no del Estado. Parece que extrañe que la clase política cumpla
sus promesas. Todo el aparato del Estado, todos sus poderes, los lícitos y los
ilícitos (las cloacas) trabajaron lo indecible para hacer imposible su
celebración. La fiscalía y los jueces no pararon de presionar a las personas
implicadas. El miedo como un arma contra la ilusión. Los voluntarios y la gente
de la calle, se comprometieron. La Guardia Civil y la Policía Nacional
confinados en el puerto de Barcelona y de Tarragona —desconfiaban de los Mossos
d’Esquadra. Órdenes de buscar las urnas, registros en domicilios particulares,
imprentas inspeccionadas para encontrar las papeletas, amenazas y más amenazas
a los directores de las escuelas. Dimisiones y nuevos relevos. Los servidores
informáticos de las webs de la Generalitat cerrados, y se abren de nuevos. Nuestro
presidente asegura que se celebrará el referéndum, y el del Estado lo niega. Y
el pueblo, atento, espera.
La Asamblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural piden a los voluntarios que
protejan desde la noche del viernes los colegios electorales. Padres, maestros
y vecinos hacen relevos para no dejarlos solos: la Policía Nacional y la
Guardia Civil están preparadas para clausurarlos. La vida sigue, las
actividades no paran, el sueño puede esperar. El país se despierta el domingo
temprano, muy temprano. Los más madrugadores encuentran las puertas de los
colegios rebosantes de gente, son los que se quedaron a pasar la noche. El
cielo es gris y amenaza lluvia, y esta amenaza se confirmará, se abren los
paraguas pero la gente se queda, las colas crecen, tocan las nueve y los sistemas
informáticos no están operativos, la gente se impacienta, y con los whatsapp
llegan las primeras imágenes y con ellas el miedo se desvanece, y empieza la
resistencia.
Decía, Juan Manuel, que esto no ocurre de la noche a la mañana. Y a mí me
faltan palabras —mi conocimiento del
catalán es insuficiente. Esperaba que ese día a las puertas del Palau de la
Generalitat Valenciana hubieras explicado —como solo tú sabes hacerlo— lo que
ellos no pudieron ver, y que tú no podías callar: que hombres oscuros, con las
caras tapadas, en formación militar, cargaron contra el pueblo, contra la gente
de a pie. No les importó si eran ancianos o jóvenes, sus porras no distinguían
de género ni de edad, buscaban las cabezas, para hacer daño. Que viste como
cogían chicas por la cara y el pelo y se las llevaban, una a una, y las
arrojaban escaleras abajo, para rematarlas con golpes de bota en los hombros. Y
balas de goma disparadas sin ton ni son. No vimos sus rostros, no supimos qué
sentimiento expresaban, pero parecían poseídos por la indiferencia, el rencor,
y el odio. Habían venido coreados por españoles del sur, al grito nacional de:
«a por ellos». Y a cumplirlo. Después los llenarían de reconocimientos, como el
brazo armado de su ejército. Aquella era su victoria.
Podrías haber dicho, también, que no viste la cara del miedo en la gente
que pasivamente, con resignación, esperaba su martirio. Y a bomberos que para
proteger a sus vecinos se situaban en
los primeros lugares. Incluso, por qué no mencionarlo?, algún mosso
derrumbándose, en llantos, mientras su mando lo consolaba.
Y abuelas ensangrentadas que habían perdido su sonrisa, pero que
conservaban la serenidad, la dignidad. La dignidad de todo un pueblo que ese
día fue libre. Que ese día votó. No les importaba lo que votaba cada uno. Todo
el mundo tenía su opinión. Sólo querían contarse.
A veces, Joan Manuel, nos es más fácil pensar en abstracto y defender los
derechos humanos de otros pueblos, como más alejados mejor, no importa si es en
Chile o en Argentina, y no somos capaces de ver los abusos y las injusticias en
nuestro propio país. O también es posible que tengamos miedo de significarnos —ya
ves, el miedo, siempre el miedo—, no sea que nos pasara como Gerard Piqué y
después no nos recibieran como a todos nos gusta. No era mi intención
importunarte. Todos somos dueños de nuestras palabras y de nuestros silencios.
Yo hoy no puedo callar. Y me hubiera gustado tanto que tú, Joan Manuel, tampoco
lo hubieras hecho aquel día. Con tus palabras nos hubiéramos sentido más
reconfortados, menos solos.
Perdona mi atrevimiento, y discúlpame si con la carta te he importunado. No
quisiera terminar esta carta sin manifestarte mi mas sincero agradecimiento por
todas tus canciones. Quedarán conmigo, para siempre:
«Cal
dir adéu a la porta que es tanca i no hem volgut tancar. Cal omplir el pit i
cantar una tonada si el fred de fora et fa tremolar. Cal no escoltar aquest gos
que ara borda lligat en un pal sec, i oblidar tot d’una la teva imatge i aquest
petit indret. Però no vull que els teus ulls
plorin: digue’m adéu. El camí fa pujada i me’n vaig a peu»
«Es preciso decir adiós a la puerta que se cierra y no
hemos querido cerrar. Hay que tomar aire y cantar una canción si el frío afuera
te hace temblar. No hay que escuchar a ese perro que ladra atado a un palo
seco, y olvidar pronto tu imagen y este pequeño lugar. Pero no quiero que
llores: dime adiós. El camino es empinado y
me voy a pie »
carta traducida al castellano de la original escrita por Celestí Ventura a Joan Manuel Serrat. con su permiso publicada para compartir a quien quiera leerla
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